Las previsiones económicas que la OCDE acaba de publicar muestran la debilidad en la que se encuentra la economía europea, con la única excepción de Alemania. Un crecimiento del 1,7 % del PIB para este año y lo mismo para el que viene no es suficiente para reducir el déficit ni para volver a crear empleo. Menos aún el caso de España apara la que la OCDE pronostica un -0,2 % este año y un 0,9 % para el 2011.
Este crecimiento anémico se debe en parte al proceso de saneamiento de los balances del sector privado y de reducción del déficit público. Para conseguir los objetivos propuestos, el esfuerzo será muy grande. Los beneficios se recogerán a medio plazo, pero de forma inmediata el crecimiento se va a ver negativamente afectado. Lo corrobora el propio FMI en su último informe cuando calcula que una reducción del déficit del 1 % genera al año siguiente una reducción de 0,5 % del crecimiento.
En realidad la única manera de reducir el déficit es el crecimiento económico que aumenta ingresos fiscales y reduce gastos sociales. Los recortes del gasto y el aumento de los impuestos, por drásticos que sean, no reducen el déficit si afectan negativamente el crecimiento. Lo cual no quiere decir que la solución sea continuar aumentando el déficit, como se hizo para parar los primeros golpes de la crisis cuando parecía que todos nos habíamos reconvertido al keynesianismo. Para algunos países, entre ellos España, eso no es posible, aunque solo sea porque los mercados financieros no nos lo tolerarían, y nuestros socios comunitarios tampoco. Pero para otros, como Alemania, la consolidación fiscal no es tan urgente y hubiera podido contribuir más al mantenimiento de la demanda agregada europea.
Pero los recortes en el gasto deben valorarse cuidadosamente según su impacto sobre el crecimiento. Y la política monetaria debe ser tan favorable al crecimiento como sea posible. No solo manteniendo los tipos de interés bajos, y mucho margen ya no queda para ello, sino también mediante medidas tipo quantitative easing (QE), como las que se propone aplicar la Reserva Federal Americana (FED) comprando 600.000 millones de dólares de deudas públicas y privadas. En estos momentos son la única forma de estimular la economía que pueden utilizar los países ricos que ya no pueden recurrir más a la expansión fiscal.
Por eso la política de la FED no merece todas las críticas que está recibiendo. Cierto que implica un riesgo de alimentar la inflación, pero a corto plazo la inflación no es el problema, más bien al contrario. Cierto que puede considerarse una medida proteccionista por sus efectos sobre la valoración del dólar. Pero cuando la inflación está en su punto más bajo, el desempleo en el más alto y el déficit comercial creciendo, es difícil que la FED no intervenga comprando bonos de Deuda Pública, y privada, a largo plazo.
En estos momentos el problema de la economía mundial es pasar de una recuperación mantenida por los planes de estimulo fiscal públicos a un crecimiento autoalimentado. Conseguirlo necesita una fuerte coordinación intergubernamental, pero lo ocurrido en Seúl no deja mucho margen de esperanza.
Los peligros que acechan a este proceso pueden ser un agravamiento de la crisis de las deudas soberanas en Europa una nueva caída de los mercados inmobiliarios en el Reino Unido y en EE.UU. o nuevas tensiones en los mercados de cambio. De momento la más grave e inmediata es la crisis en Irlanda que parece que por fin se va a resolver con la intervención del Fondo Europeo de Estabilidad.
Irlanda se ha resistido a acudir a la ayuda de ese Fondo porque viene acompañada de la imposición de medidas de ajuste. Y se considera que eso cuestiona la independencia nacional. Sobre todo si se exige el aumento del tipo de impuesto de sociedades, actualmente el 12,5 %, uno de los más bajos de la UE. Esta es la “línea roja” que el gobierno irlandés ha fijado en la negociación de las condiciones para aceptar una ayuda que necesita desesperadamente. Y parece que se va a salir con la suya.
Gracias a ese impuesto de sociedades anormalmente bajo Irlanda ha atraído la inversión extranjera y ha pasado de ser uno de los países más pobres de Europa al segundo con la renta per capita más alta después de Luxemburgo. Es lógico que algunos gobiernos hayan pensado condicionar la ayuda a Irlanda con el abandono de ese dumping fiscal que es una ventaja comparativa artificialmente creada a costa de los demás.
Pero Irlanda considera que su independencia nacional está en juego y que si la UE impone normas fiscales a uno de sus miembros estaría cambiando de naturaleza. Por lo visto se pueden imponer, como ha sido el caso de Grecia, o “sugerir” como a España, que se rebajen los sueldos de los trabajadores públicos, se congelen las pensiones, se disminuya el gasto social o se tenga que trabajar más años para conseguir la misma pensión, sin que eso cuestione la independencia nacional. Pero subir el impuesto sobre las sociedades en el país que lo tiene más bajo de Europa parece ser una intolerable afrenta a la soberanía nacional y no se puede aceptar de ninguna de las maneras.
En realidad el dinero de la ayuda que Irlanda se está resistiendo a recibir, no es para financiar su déficit público porque el Gobierno no necesita emitir nueva Deuda Pública hasta la próxima primavera. Es para acudir en ayuda de los bancos irlandeses, que hasta ahora se han salvado gracias a las ayudas públicas y la financiación del Banco de Irlanda.
Lo cual plantea más de un interrogante. Irlanda fue el primer país en avalar el 100 % de los depósitos bancarios para impedir una retirada masiva de fondos. Fue también el primero en efectuar los famosos stress test a sus entidades financieras, y recordemos que hace solo unos meses esos tests anunciaban una situación más bien confortable, sin detectar el agujero que ahora aparece de más de 50.000 millones de euros. ¿Cuál es la fiabilidad de esos tests?, se pueden razonablemente preguntar los inversores.
La dinámica financiera del Viejo Continente se empieza a parecer a la de los países emergentes durante las crisis de los años 80, cuando el problema se propagaba de unos a otros. En el caso de Irlanda, lo que se teme es la transmisión del problema de los bancos al conjunto del sistema financiero europeo. Los más expuestos al contagio son los que más deprisa se han mostrado dispuestos a ofrecer su ayuda, como es el caso del Reino Unido y el de Suecia, ambos fuera del euro, que han ofertado préstamos bilaterales a Irlanda. Es lógico, sus bancos son los que más expuestos están al riesgo irlandés y serían los primeros en sufrir las consecuencias de su caída.
(*) Josep Borrell es ex presidente del Parlamento Europeo