martes, 23 de noviembre de 2010

La economía europea, la FED y la crisis irlandesa / Josep Borrell *

Las previsiones económicas que la OCDE acaba de publicar muestran la debilidad en la que se encuentra la economía europea, con la única excepción de Alemania. Un crecimiento del 1,7 % del PIB para este año y lo mismo para el que viene no es suficiente para reducir el déficit ni para volver a crear empleo. Menos aún el caso de España apara la que la OCDE pronostica un -0,2 % este año y un 0,9 % para el 2011.

Este crecimiento anémico se debe en parte al proceso de saneamiento de los balances del sector privado y de reducción del déficit público. Para conseguir los objetivos propuestos, el esfuerzo será muy grande. Los beneficios se recogerán a medio plazo, pero de forma inmediata el crecimiento se va a ver negativamente afectado. Lo corrobora el propio FMI en su último informe cuando calcula que una reducción del déficit del 1 % genera al año siguiente una reducción de 0,5 % del crecimiento.

En realidad la única manera de reducir el déficit es el crecimiento económico que aumenta ingresos fiscales y reduce gastos sociales. Los recortes del gasto y el aumento de los impuestos, por drásticos que sean, no reducen el déficit si afectan negativamente el crecimiento. Lo cual no quiere decir que la solución sea continuar aumentando el déficit, como se hizo para parar los primeros golpes de la crisis cuando parecía que todos nos habíamos reconvertido al keynesianismo. Para algunos países, entre ellos España, eso no es posible, aunque solo sea porque los mercados financieros no nos lo tolerarían, y nuestros socios comunitarios tampoco. Pero para otros, como Alemania, la consolidación fiscal no es tan urgente y hubiera podido contribuir más al mantenimiento de la demanda agregada europea.

Pero los recortes en el gasto deben valorarse cuidadosamente según su impacto sobre el crecimiento. Y la política monetaria debe ser tan favorable al crecimiento como sea posible. No solo manteniendo los tipos de interés bajos, y mucho margen ya no queda para ello, sino también mediante medidas tipo quantitative easing (QE), como las que se propone aplicar la Reserva Federal Americana (FED) comprando 600.000 millones de dólares de deudas públicas y privadas. En estos momentos son la única forma de estimular la economía que pueden utilizar los países ricos que ya no pueden recurrir más a la expansión fiscal.

Por eso la política de la FED no merece todas las críticas que está recibiendo. Cierto que implica un riesgo de alimentar la inflación, pero a corto plazo la inflación no es el problema, más bien al contrario. Cierto que puede considerarse una medida proteccionista por sus efectos sobre la valoración del dólar. Pero cuando la inflación está en su punto más bajo, el desempleo en el más alto y el déficit comercial creciendo, es difícil que la FED no intervenga comprando bonos de Deuda Pública, y privada, a largo plazo.

En estos momentos el problema de la economía mundial es pasar de una recuperación mantenida por los planes de estimulo fiscal públicos a un crecimiento autoalimentado. Conseguirlo necesita una fuerte coordinación intergubernamental, pero lo ocurrido en Seúl no deja mucho margen de esperanza.

Los peligros que acechan a este proceso pueden ser un agravamiento de la crisis de las deudas soberanas en Europa una nueva caída de los mercados inmobiliarios en el Reino Unido y en EE.UU. o nuevas tensiones en los mercados de cambio. De momento la más grave e inmediata es la crisis en Irlanda que parece que por fin se va a resolver con la intervención del Fondo Europeo de Estabilidad.

Irlanda se ha resistido a acudir a la ayuda de ese Fondo porque viene acompañada de la imposición de medidas de ajuste. Y se considera que eso cuestiona la independencia nacional. Sobre todo si se exige el aumento del tipo de impuesto de sociedades, actualmente el 12,5 %, uno de los más bajos de la UE. Esta es la “línea roja” que el gobierno irlandés ha fijado en la negociación de las condiciones para aceptar una ayuda que necesita desesperadamente. Y parece que se va a salir con la suya.

Gracias a ese impuesto de sociedades anormalmente bajo Irlanda ha atraído la inversión extranjera y ha pasado de ser uno de los países más pobres de Europa al segundo con la renta per capita más alta después de Luxemburgo. Es lógico que algunos gobiernos hayan pensado condicionar la ayuda a Irlanda con el abandono de ese dumping fiscal que es una ventaja comparativa artificialmente creada a costa de los demás.

Pero Irlanda considera que su independencia nacional está en juego y que si la UE impone normas fiscales a uno de sus miembros estaría cambiando de naturaleza. Por lo visto se pueden imponer, como ha sido el caso de Grecia, o “sugerir” como a España, que se rebajen los sueldos de los trabajadores públicos, se congelen las pensiones, se disminuya el gasto social o se tenga que trabajar más años para conseguir la misma pensión, sin que eso cuestione la independencia nacional. Pero subir el impuesto sobre las sociedades en el país que lo tiene más bajo de Europa parece ser una intolerable afrenta a la soberanía nacional y no se puede aceptar de ninguna de las maneras.

En realidad el dinero de la ayuda que Irlanda se está resistiendo a recibir, no es para financiar su déficit público porque el Gobierno no necesita emitir nueva Deuda Pública hasta la próxima primavera. Es para acudir en ayuda de los bancos irlandeses, que hasta ahora se han salvado gracias a las ayudas públicas y la financiación del Banco de Irlanda.

Lo cual plantea más de un interrogante. Irlanda fue el primer país en avalar el 100 % de los depósitos bancarios para impedir una retirada masiva de fondos. Fue también el primero en efectuar los famosos stress test a sus entidades financieras, y recordemos que hace solo unos meses esos tests anunciaban una situación más bien confortable, sin detectar el agujero que ahora aparece de más de 50.000 millones de euros. ¿Cuál es la fiabilidad de esos tests?, se pueden razonablemente preguntar los inversores.

La dinámica financiera del Viejo Continente se empieza a parecer a la de los países emergentes durante las crisis de los años 80, cuando el problema se propagaba de unos a otros. En el caso de Irlanda, lo que se teme es la transmisión del problema de los bancos al conjunto del sistema financiero europeo. Los más expuestos al contagio son los que más deprisa se han mostrado dispuestos a ofrecer su ayuda, como es el caso del Reino Unido y el de Suecia, ambos fuera del euro, que han ofertado préstamos bilaterales a Irlanda. Es lógico, sus bancos son los que más expuestos están al riesgo irlandés y serían los primeros en sufrir las consecuencias de su caída.

(*) Josep Borrell es ex presidente del Parlamento Europeo

Trichet clama en el Parlamento / Primo González

La crisis de la zona euro parece un desmoronamiento por fases de la Unión Monetaria. Uno a uno, en secuencia de peor a mejor, los países con más debilidades económicas van entrando en la UVI de los primeros auxilios, financiada por el resto de sus colegas supervivientes. No se sabe cuánto durará esta escenografía de las figuras de dominó empujándose unas a otras en una secuencia mortífera que nadie sabe en donde se detendrá, aunque algunos empiezan a vislumbrar ya la posibilidad de que el invento alumbrado por los padres del euro, con Jacques Delors a la cabeza, acabe por una disolución pacífica aunque sumamente compleja. Tanto que a estas alturas resulta prácticamente impensable desandar lo andado.

Todo lo más que resta es reflexionar sobre lo que se ha hecho mal o sobre lo que no llegó a hacerse de forma completa para remendarlo de alguna manera, levantarse y seguir adelante. Un ejercicio que, en todo caso, no es el que propugna el máximo responsable del Banco Central Europeo (BCE), Jean-Claude Trichet, aunque se le parece. Trichet ha dicho este lunes ante el plenario del Parlamento Europeo que el año 2011 va a ser, o debería ser, decisivo para el futuro de la Unión Monetaria y para la Unión Europea. 

Entre las cosas que en su día no se hicieron y que ahora apremian están desde luego dos de las cuestiones que en los últimos meses rondan la cabeza de los máximos responsables de la UE: la necesidad de implantar un auténtico gobierno económico en la Unión y la necesidad de establecer un sistema de sanciones a quienes no sigan la disciplina. Dos puntos que en realidad son uno sólo: que exista una autoridad incontestable en la conducción de la economía europea para superar el conglomerado de países con políticas no sólo dispares sino incluso contrapuestas, lo que en lo económico nos está llevando a una situación dramática.

Quizás nada de esto tendría mayor importancia de no haber dado hace diez años pasos tan decisivos como la creación de una moneda única y el sometimiento de todas las autoridades monetarias nacionales (bancos centrales) a un único Banco Central Europeo, desde donde se dictan las políticas monetarias y de tipo de cambio. La Europa de hace diez años no fue lo suficientemente ambiciosa al dar pasos decisivos hacia la creación de una zona económica auténticamente cohesionada y única. Y ahora estamos padeciendo las consecuencias.

Unas consecuencias que han quedado patentes cuando los vientos de la crisis económica han obligado a los Gobiernos nacionales a poner en marcha una serie de terapias contra la crisis general que se han revelado diametralmente distantes. Al grito de “sálvese quien pueda”, la Unión Europea ha carecido de la autoridad suficiente como para regular unas políticas económicas comunes frente a una crisis que tiene rasgos comunes, además de algunos particulares. 

No ha habido esta respuesta común ni desde Bruselas se han impartido directrices que pudieran ayudar a unos o contribuir a denunciar a otros en la aplicación de medidas de respuesta. A la hora de la verdad, cada Gobierno ha tirado por un camino diferente y lo que estamos viendo estos días son las consecuencias.

Trichet se ha quejado amargamente de la inexistencia de un gobierno económico digno de tal nombre, es decir, común a la Unión, y sobre todo de la ausencia de un sistema de sanciones que haga creíbles las políticas comunes. Lo primero, el gobierno común en lo económico, está siendo visto con recelo por la mayoría de los países, aunque la fuerza de las cosas conduce en esa dirección. Lo de las sanciones ha contado con escasas adhesiones, pero es un mecanismo ineludible si Europa quiere lanzar al mundo un mensaje contundente, serio y riguroso, que le permite ser tomada en serio.

España, demasiado grande para caer / José Oneto

Durante las últimas veinticuatro horas, numerosas declaraciones de los distintos ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, y portavoces oficiales, han intentado disipar los temores de un futuro contagio a España y Portugal del rescate decidido para salvar a Irlanda y su sistema financiero, y han repetido hasta la saciedad, que ni Europa, ni la eurozona, ni el mismo euro están en peligro.

Sin embargo, los mercados siguen inquietos, dispuestos a volver a atacar al menor síntoma de debilidad o alarma, como han empezado a detectar las bolsas europeas, especialmente la española cuyas pérdidas han superado las del resto del continente, en una muestra de desconfianza temiendo que el rescate irlandés no sea el último.

Todos parecen estar a la espera de acontecimientos, y a la espera también, las próximas subastas de deuda pública portuguesa y española.

En este sentido la ministra española Trinidad Jiménez y el ministro de Industria Miguel Sebastián, así como el responsable de la Oficina Económica del Gobierno Javier Valles, han descartado la posibilidad de contagio y han asegurado que nuestro país está cumpliendo estrictamente el plan de ajuste aprobado por el Gobierno, aunque no se descarta que haya que seguir tomando medidas preparando un plan alternativo si las actuales no dan resultados con la rapidez deseada.

De todas formas para muchos analistas no hay que descartar un rescate de Portugal con las repercusiones que esto tendría para España. Y aunque la mayor parte de los observadores cree que Portugal es lo suficientemente pequeño para poder ser rescatado, España podría emerger como “demasiado grande para caer” y “demasiado grande para poder ser salvada“, superando incluso su rescate las capacidades conjuntas de la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y los recursos alemanes.

Esa es la tesis que viene defendiendo uno de los principales “gurus” económicos neoliberales, Nouriel Roubine “España es demasiado grande para caer y demasiado grande para ser rescatada”.

Roubini ha advertido del “dominó” que suponen los problemas de la deuda soberana en Europa, centrados ahora en Irlanda, aunque ha recalcado que la verdadera pesadilla de este escenario son los problemas de deuda de España, a los que definió como “el elefante en la sala”.

“Puedes intentar poner un anillo de protección a España. Puedes esencialmente intentar aportar financiación oficial a Irlanda, Portugal y Grecia durante tres años y mantenerles fuera del mercado. Quizás reestructurar su deuda en el futuro, pero “si España cae por el precipicio” no hay dinero suficiente dentro de los recursos con los que cuenta Europa para rescatarla. “España es demasiado grande para caer por un lado, pero también es demasiado grande para ser rescatada”.

De ahí la ola de declaraciones que han venido produciéndose en las últimas horas, el nerviosismo de los mercados, el negativo comportamiento de la Bolsa, el aumento del riesgo país y el encarecimiento de la deuda soberana española, respecto al bono alemán que ha vuelto a situarse por encima de los doscientos puntos.

Según los cálculos de algunos organismos, desde ahora hasta 2013, Irlanda y Portugal necesitan aproximadamente un total de 117.000 millones de euros de fondos de ayuda, pero, en este mismo periodo, España necesita un total de 351.000 millones. Solo en el próximo año, nuestro país necesitará un total de 65.000 millones de euros. Aportar una cantidad tan grande, sin causar daño alguno a la totalidad de la eurozona, es realmente difícil. En eso se basa Roubini al decir que, en España, no puede producirse una crisis, pero que si llegara a producirse, nadie sería capaz de rescatar al país.

El PIB español, que supone el 12% del total de la eurozona, es el cuarto más grande del continente, y equivale al doble de los de Grecia, Portugal e Irlanda juntos. Si los mercados pierden la confianza en una gran economía de la UE, la magnitud y los efectos de una crisis de deuda son impredecibles. En cierto modo, España es la piedra de toque de la estabilidad de la eurozona.