miércoles, 5 de enero de 2011

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Brevísima historia de 40 años de imposición de políticas económicas neoliberales / Marshall Auerback *

Un asiduo lector de New Deal 2.0 plantea una aguda cuestión:

"Hay una cuestión que no consigo responder nunca. Muchos expertos dicen que la ideología neoliberal se abrió paso en los 80 con Reagan, Thatcher y la escuela de Chicago. Pero sigo in entender qué hizo posible tal giro en la economía política. ¿Qué elementos, qué nuevas fuerzas en los 80 pueden explicar ese cambio ideológico y las desigualdades que le siguieron?"

Asuntos, todos, muy dignos de exploración, y yo desde luego no puedo hacerles justicia en una respuesta de dos líneas más que recomendando el soberbio libro de Yves Smith Econned. El libro proporciona una excelente explicación histórica del modo en que unas teorías de todo punto infundadas pero ampliamente aceptadas llevaron a la práctica de políticas que generaron el actual estado de cosas. También ilumina la capacidad de esas filosofías para resucitar incluso cuando se acumulan pruebas concluyentes contra ellas. Documenta no sólo la creciente degradación de los economistas profesionales neoclásicos (y su concomitante tendencia a reducir la suma de la experiencia humana a una serie de ecuaciones matemáticas), sino también la manera en que fundaciones muy bien financiadas subvencionaron a universidades y think tanks que, a su vez, legitimaron y validaron esas filosofías charlatanescas. La idea de que los gobiernos democráticamente elegidos deben servirse de políticas fiscales discrecionales para contraestabilizar las fluctuaciones del ciclo del gasto no-público llegó a ser vista como algo muy cercano al socialismo. Los poderes que toman decisiones políticas fueron puestos gradualmente en manos de un cuerpo políticamente incareable de tecnócratas neoliberales que pontificaban sobre las limitaciones de los gobiernos y reforzaban las posiciones fiscalmente procíclicas, es decir: reforzaban la contracción discrecional cuando los estabilizadores automáticos llevaban a grandes déficits presupuestarios como resultado de la débil demanda no-pública.


Ese cambio en nuestras políticas públicas fue acompañado por toda una toma de control de los juristas en una larga marcha a través del poder judicial. Fue un esfuerzo, patrocinado por las grandes empresas, centrado exclusivamente en el asunto de la desregulación, y culminó con un esfuerzo titánico para abrogar las reformas del New Deal, yugular el poder de los sindicatos y atar corto al gobierno (salvo en materia de defensa, huelga decirlo, que desplegó su propio y formidable ejército de lobistas).


Responder a la cuestión planteada por nuestro lector pasa por reconocer que este ha sido un proceso que ha durado décadas y que ha venido acompañado de enormes sumas de dinero y un vasto ejército de fuerzas empresariales, jurídicas y políticas empeñado en frustrar cualquier alternativa progresista. Ha acontecido en un trecho de tiempo de 40 años. Regulación y supervisión laxas; una creciente desigualdad que llevó a las familias a endeudarse para mantener el nivel de gasto; codicia y exhuberancia irracional y liquidez global excesiva: todos esos son síntomas del problema.


¿Pero cómo empezó todo? El análisis que realizó al final de su vida el gran economista Hyman Minsky es particularmente potente, porque permite ver esos cambios desde una vasta perspectiva histórica. Minsky llamó a la situación salida de la II Guerra Mundial "capitalismo paternalista". Se caracterizaba por un "Tesoro público enorme" (cuyo gasto equivalía al 5% del PIB) dotado de un presupuesto que oscilaba contracíclicamente a fin de estabilizar el ingreso, el empleo y los flujos de beneficios; una Reserva federal a modo de "enorme banco" que mantenía bajos los tipos de interés e intervenía como prestador de último recurso; una amplia variedad de garantías estatales (seguro de depósitos, respaldo público implícito al grueso de las hipotecas); programas de bienestar social (Seguridad Social, Ayuda a las familias con hijos dependientes, Medicaid y Medicare); estrecha supervisión y regulación de las instituciones financieras; y un abanico de programas públicos para promover la mejora de los ingresos y la igualdad de riqueza (fiscalidad progresiva, leyes de salario mínimo, protección para el trabajo sindicalmente organizado, mayor acceso a la educación y a la vivienda para las personas de bajos ingresos). Además, el Estado jugaba un papel importante en materia de financiación y refinanciación (por ejemplo, la Corporación pública para financiar la reconstrucción y la Corporación pública para el crédito y la compra de vivienda) y en la creación de un mercado hipotecario moderno para la compra de vivienda (basado en un préstamo de tipo fijo amortizable en  30 años) sostenido por empresas patrocinadas por el Estado.


Minsky reconoció el papel jugado por la Gran Depresión y la II Guerra Mundial en la creación de unas bases para la estabilidad financiera. En palabras de Randy Wray:


"La Depresión pulverizó y aventó el grueso de los activos y los pasivos financieros: eso permitió a las empresas y a los hogares salir con poca deuda privada. El ciclópeo gasto público durante la II Guerra Mundial creó ahorró y beneficio en el sector privado, llenando los libro de contabilidad con saneada deuda del Tesoro (60% del PIB, inmediatamente después de la Guerra). La creación de una clase media, así como el baby boom, mantuvieron alta la demanda de consumo y alimentaron un rápido crecimiento del gasto público de los estados federados y de los municipios en infraestructura y en servicios públicos deseados por los consumidores metropolitanos. La elevada demanda de los entes públicos y de los consumidores trajo a su vez consigo el que pudiera cubrirse el grueso de las necesidades de las empresas en punto a financiar el gasto interno, incluida la inversión. Así, durante las primeras décadas que siguieron a la II Guerra Mundial, el 'capital financiero' desempeñó un papel inusualmente menor. El recuerdo de la Gran Depresión generó reluctancia al endeudamiento. Los sindicatos presionaban, y a menudo obtenían más y más compensaciones, lo que permitió el crecimiento de los niveles de vida, financiados en su mayor parte sólo con los ingresos."

En la década de 1970 todo eso empezó a cambiar, como bien se explica en Econned. El gasto público comenzó a crecer más lentamente que el PIB; los salarios ajustados a la inflación se estancaron a medida que los sindicatos perdían poder; la desigualdad arrancó a crecer y las tasas de pobreza dejaron de caer; las tasas de desempleo se dispararon; y el crecimiento económico se ralentizó.


En los 70 asistimos también a los primeros esfuerzos sostenidos para escapar a las restricciones puestas por el New Deal a medida que las finanzas respondían para aprovechar las oportunidades. Tras el desastroso experimento monetarista de Volcker (1979-82), muchos de los viejos vestigios del sistema bancario establecido por el New Deal fueron arrasados. El ritmo de innovaciones se aceleró a medida que fueron adoptándose muchas prácticas financieras nuevas para proteger a las instituciones del riesgo de la tasa de interés. A despecho de todas las apologías hechas de los años de Volcker al frente de la Reserva federal, lo cierto es que sus políticas de tipos de interés altos sentaron las bases del actual sistema financiero basado en el mercado, incluidas la titulización hipotecaria, la innovación financiera en forma de derivados para cubrir el riesgo de los tipos de interés, así como muchos de los vehículos financieros "extracontables" que han proliferado en las dos últimas décadas. Se legisló para crear un tratamiento fiscal mucho más favorable a los intereses, lo cual, a su vez, estimuló las compras apalancadas para substituir activos por deuda (con la toma de control empresarial financiada con deuda que sería servida por los futuros flujos de ingresos de la empresa así controlada).


Los excedentes presupuestarios de los años de Clinton –otro ejemplo de ascendencia de una filosofía neoliberal que huyó de la política fiscal y determinó la primacía de la política monetaria— restringieron la demanda agregada, encogieron los ingresos y crearon una mayor dependencia respecto de la deuda privada como medio de sostener el crecimiento y los ingresos. Eso se vio claramente facilitado por innovaciones que ampliaron el acceso al crédito y cambiaron las criterios de las empresas y de los hogares respecto al nivel del endeudamiento prudente. El consumo llevaba la batuta, y la economía volvió finalmente a los rendimientos de los años 60. Regresó el crecimiento robusto, ahora alimentado por el déficit del gasto privado, no por el crecimiento del gasto público y el ingreso privado. Todo eso llevó a lo que Minsky llamó el capitalismo de los gestores del dinero.


Tal es el contexto histórico básico. Pero ha venido desarrollándose desde hace cerca de 40 años. Y esa es probablemente una respuesta que va más allá de lo que nuestro amable lector quería, pero su cuestión no es de las que se deja responder lacónicamente.


(*) Marshall Auerback es un reconocido analista económico norteamericano. Investigador veterano del prestigioso Roosevelt Institute, colabora regularmente con New Economic Perspectives y con NewDeal2.0.

El futuro de Europa / Francisco Jarauta *

La construcción de la Unión Europea es uno de los acontecimientos más significativos de nuestra época. El largo proceso de constitución de su actual identidad política, económica y social ha hecho de Europa una nueva realidad histórica. Atrás quedan siglos de fronteras imaginarias y siempre cambiantes, en cuyo interior subsistía la misma memoria, la misma experiencia, la misma comunidad de tradiciones y lenguas complementarias. En definitiva, aquella geografía espiritual que tanto Husserl como Valéry y Ortega supieron reconocer.

Este proyecto político se inscribe hoy en un doble contexto no exento de dificultades que interrogan abiertamente la realidad europea. El primero es un contexto territorial que obliga a pensar las fronteras de una Europa ampliada, capaz de acoger a la comunidad de naciones que se reconocen europeas por su historia y tradición. Se trata de construir las condiciones para una ampliación e integración cada vez más real en términos políticos, económicos, sociales y culturales. 

El segundo es un contexto internacional claramente definido por hegemonías económicas y políticas, capaces de decidir autónomamente las estrategias de alcance planetario que rigen las tendencias del mundo actual. Esta nueva situación geopolítica ha cuestionado la tradicional posición de Europa en el mundo a hora de decidir las líneas de intervención en el orden económico y político. Se podría decir que hoy Europa tiene planteado el gran desafío de mediar y ser un interlocutor válido en los procesos que configuran la política de un mundo globalizado.

Esta dificultad no es reciente. Es un largo viaje de interrogantes que a partir de los años ‘20 se va dibujando en la agenda intelectual europea, mostrando cada vez de forma más incisiva que lo que estaba en juego no era otra cosa que el final de una ilusión, el de una historia protagonizada por Europa y hecha a la medida de sus voluntades a lo largo de los siglos. 

El período de entreguerras, de 1919 a 1940, fue el momento decisivo para elaborar esta reflexión. La gravedad de los acontecimientos, las dificultades para restaurar las mediaciones políticas frente a un mundo que se derrumbaba, precipitó una inquietante reflexión sobre la identidad de Europa y su futuro. Valéry, en sus Notes sur la grandeur et décadence de l'Europe, hacía coincidir la crisis de Europa con la crise de l'esprit, de la identidad europea, de la cultura europea, urgiendo a repensar las condiciones de una historia que había ya perdido su hegemonía política. 

Se trataba de una crisis, escribe Derrida comentando a Valéry, que cuestionaba los modelos de universalidad que la tradición moderna había construido y aplicado al conjunto de sus experiencias coloniales, constituyendo a la Europa metropolitana en el centro del mundo. Esta centralidad estalla y da lugar a una nueva configuración geopolítica cuyas consecuencias serán imprevisibles.

Obviamente, la Segunda Guerra hará más evidente esta situación y las ideas sobre sus consecuencias se harán más radicales, llegando al extremo de poder afirmar un cambio que afectará al lugar de Europa en el mundo y a su futuro.
I

En la misma dirección que iniciara Valéry, otros intelectuales europeos no sólo comparten la preocupación sino que intentan abordar la misma inquietud desde contextos diferentes. En 1935, tres años antes de su muerte, Edmund Husserl pronunció, en Viena y Praga, las célebres conferencias sobre la crisis de la humanidad europea. El adjetivo "europea" señalaba para él una identidad espiritual que iba más allá de la Europa geográfica y que nació con la antigua filosofía griega. 

Según él, esta filosofía, por primera vez en la Historia, comprendió el mundo (el mundo en su conjunto) como un interrogante que debía ser resuelto. Y se enfrentó con ese interrogante, no para satisfacer tal o cual necesidad práctica, sino porque la "pasión por el conocimiento se había adueñado del hombre".

La crisis de la que Husserl hablaba le parecía tan profunda que se preguntaba si Europa se encontraba aún en condiciones de sobrevivir a sí misma. Creía ver las raíces de la crisis en los inicios de la Edad Moderna, en Galileo y en Descartes, en el carácter unilateral de las ciencias europeas que habían reducido el mundo a un simple objeto de exploración técnica y matemática y habían excluido de su horizonte el mundo concreto de la vida, die Lebenswelt, como decía Husserl. El desarrollo de las ciencias llevó al hombre hacia los espacios cerrados de las disciplinas especializadas. 

Cuanto más avanzaba éste en su conocimiento, más perdía de vista el conjunto del mundo. Ensalzado antaño por Descartes como "dueño y señor de la naturaleza", el hombre se convirtió en una simple cosa en manos de fuerzas (las de la técnica, de la política, de la Historia) que le excedían, le sobrepasaban, le poseían. 

Y si este ha sido el proceso, comenta Husserl, Europa ha sido el escenario, el tiempo de esta transformación y renuncia, llevada al extremo de la imposibilidad de una restauración, de una vuelta al espacio original de pensamiento, un proyecto que de forma dramática Husserl reconoce imposible de recuperar: dieser Traum ist ausgeträumt, es decir, es un sueño soñado.

Sin duda los años de la Segunda Guerra precipitaron el pesimismo de todos aquellos que antes se habían declarado dispuestos a restaurar o al menos invocar lo que Valéry había definido como l'esprit de l'Europe. Y más allá de aquella nostalgia o Heimsuchung que escritores como Klaus Mann declararon como objetivo moral del pensamiento, otros volverán su mirada a una historia que ahora podía interpretarse en peligro. 

Desde su exilio de Ankara, Erich Auerbach publicaba en 1946 su Mimesis, recorriendo todos aquellos lugares de la literatura europea - de Homero a Proust - que mejor expresaban el horizonte intelectual de un Occidente cercano al naufragio y, por si un día éste se consumaba, poder conservar en su libro - "escrito sin biblioteca" - los momentos más altos de la historia occidental.

Y no menos diciente es el escrito de uno de los pensadores más relevantes de aquellas décadas, atrapado breve y terriblemente en la historia de la Alemania nacista, Carl Schmitt, quien después de conocer la experiencia de la prisión, interrogaba en su Nomos der Erde el final del ordenamiento europeo del planeta, tras el largo periplo de siglos del Jus Publicum Europaeum. 

En todos estos escritos, que van de la literatura a la historia, se buscaba orientar una interpretación de la transcendencia de los acontecimientos que habían sacudido a Europa entre 1933 y 1945 y que habían marcado los momentos más tremendos de los totalitarismos de nuestro siglo. A ellos se sumarán otros nombres que desde Thomas Mann a Ernst Robert Curtius y el mismo Ortega interrogarán el futuro de Europa y su lugar en el mundo.

Tras las dudas o sospechas que numerosos intelectuales de aquellas décadas expresaron sobre el futuro de Europa o, mejor aún, sobre su crisis se perfilaba una intuición de claro alcance geopolítico. Se podía hablar del final de una época caracterizada por el dominio universal del planeta, un dominio administrado desde ese cap o extremo de Asia, que decía Valéry, desde el que se había trazado el mapa del mundo y que llamamos Europa. 

En efecto, había sido la cartografía de Europa la que había orientado no sólo la conquista del mundo, sino su gobierno y dominio. Nuestra concepción del mundo tenía que ver con la perspectiva nacida desde esa geografía que había dejado de ser espiritual para convertirse en geografía política. Nada más apasionante que seguir los pasos que van desde los antiguos islarios y portulanos al primer Atlas del mundo realizado por Ortelius hacia 1570 en Nüremberg. 

El Theatrum Orbis Terrarum de aquel mismo año cerraba una larga etapa de insuficientes representaciones del planeta que ahora, por fin, llegaban a buen término una vez que cada lugar y cada nombre permitían asociar una historia natural y una historia política que hallaba en la cartografía la forma más directa de representación. Con ella, políticos, mercaderes, burgueses cultivados podían trazar el mapa de los nuevos territorios que pronto pasarían a ser propiedad de los Imperios o de las Metrópolis. La cartografía de Europa había jugado un papel decisivo en la construcción de nuestra idea del mundo.

Y sería fácil comprobar, afirma Peter Sloterdijk, que la amalgama europea entre ciencia y colonialismo ha hecho nacer la imagen política y geográfica de la Tierra, como si la función natural de la globalidad del mundo fuese la de adaptar todos los espacios lejanos del planeta a las formas y modos europeos.

Sin abusar de la interpretación se podría decir que desde 1492 a 1945 el llamado Viejo Mundo había sacado partido con toda lógica de sus privilegios panópticos. Era aquella región del mundo a la que la Historia le había dado la facultad de ver más allá de lo que otros veían y de dominar todo aquello que aparecía en el horizonte del descubridor. El privilegio del descubrimiento llevó a los Europeos a la aventura de la antropología política de los tiempos modernos. Ha sido Europa, en efecto, quien ha respondido a la experiencia de globalización construyendo una idea fuerte de especie humana, de humanidad, como concepto fundamental, presupuesto moral y político de todo ese mundo de variaciones culturales y civilizatorias. 

Y ha sido esta idea la que ha orientado el tiempo y la historia de Europa a la hora de interpretar las diferencias entre los distintos sistemas culturales reconduciéndolos a una especie de gran repertorio que, como dice Lévi-Strauss, traza otra cartografía de lo humano y de su expresión simbólica y cultural. Un largo proceso en el que Europa ha sido el centro no sólo del saber, del nombrar y del interpretar, sino también del poder y del dominio. Quizás ahora aquella idea de que todas las civilizaciones son variaciones de la europea pase a ser tan sólo una ilusión, una vez que otras historias, otros centros, otros caps entran en escena con su lógica de dominio, dando lugar a una nueva situación geopolítica que transforma sustancialmente la condición de Europa en el mundo.
II

Es en este marco que se ha generalizado la pregunta por el futuro de Europa en un contexto radicalmente distinto al que caracterizó la historia moderna que a estos efectos concluye con los acontecimientos citados del siglo XX. Para unos, la emergencia de otras potencias, las nuevas relaciones de poder, la definición de nuevas reglas de juego relacionadas con el ejercicio del dominio de los nuevos sujetos políticos, etc., han dado lugar a numerosos interrogantes que han alimentado la pregunta por el "declive del imperio europeo". 

Europa ya no sería el verdadero sujeto político de la Historia, sino que habría pasado a ser un sujeto derivado o dependiente de nuevas potencias y nuevas alianzas que administran el planeta de acuerdo a sus intereses estratégicos. 

Análisis recientes como los de Hubert Védrine, Etienne Balibar, Heidrun Friese o Peter Wagner podrían ser orientativos a la hora de establecer las hipótesis pertinentes acerca de este problema. Frente a las posiciones que más arriba hemos comentado de Husserl, Auerbach o Carl Schmitt, los análisis más contemporáneos prefieren articularse a las lecturas que sitúan la Europa actual en un contexto geopolítico nuevo, resultado de los cambios de las últimas décadas.

Pocas épocas como la nuestra se han visto sometidas a procesos de transformación tan profundos y acelerados que afectan por igual a sus estructuras económicas, políticas, sociales y culturales. Estos procesos, que han venido a interpretarse bajo los conceptos de globalización y mundialización, son la causa de una nueva situación planetaria, marcada por una creciente complejidad e interdependencia. 

Se trata, en efecto, de un nuevo orden del mundo que ha modificado cualitativamente el sistema de poder heredado de la Segunda Guerra Mundial, dando lugar a un nuevo escenario en el que son cuestionados buen número de postulados estratégicos, obligando a nuestro tiempo a un difícil esfuerzo reflexivo para explicar o interpretar la nueva complejidad. 

El contexto de la discusión sigue abierto y hoy puede considerarse ésta una de las tareas más urgentes a resolver cara al futuro. Bastaría asomarse a la amplia literatura sobre el tema para entender tanto su complejidad como el desafío que significa. Juristas, politólogos, sociólogos y filósofos como Richard Falk, David Held, Ulrich Beck, Zygmunt Bauman, Danilo Zoilo o Jürgen Habermas son hoy, entre otros, referentes obligados para el estudio de las implicaciones de esta nueva situación.

En este nuevo contexto geopolítico se ha acelerado lo que ha venido a llamarse una "transformación de lo político", en términos de Pierre Rosanvallon. La superación del Estado-nación - pieza clave en la geometría política de la historia moderna - por instancias de poder supraestatales, conlleva un vaciamiento del espacio político clásico.

Este desplazamiento de lo político hacia otras instancias de poder obliga a redefinir los espacios de la política al igual que los de la democracia. La aparición de nuevos agentes económicos y financieros capaces de supeditar a la lógica de sus intereses las decisiones de los poderes políticos ha problematizado una vez más la autonomía de lo político, para dar lugar a nuevas formas de dependencia que podemos observar a nivel planetario. 

Se trata de una crisis de lo político que adquiere una relevancia todavía mayor cuando las decisiones acerca de la parte de la humanidad más desfavorecida se ven cautivas del sistema de intereses económicos, regido por criterios ajenos a la defensa del bien común. 

Cuando Ulrich Beck habla de sociedad del riesgo nos remite en última instancia a la situación derivada, por una parte, de la ausencia de mediaciones políticas frente a la complejidad de los nuevos conflictos; y, por otra, por la generalización de un modelo de administración del mundo, gestionado desde un protegido sistema de intereses, ajeno a los fines que en la tradición moderna se había constituido en horizonte moral de la historia. Fuera de este horizonte moral crece la barbarie, haciendo crecer los riesgos y sus consecuencias. 

Se trata de una situación que exige y urge la creación de una conciencia planetaria, capaz de plantear desde la perspectiva de la época y sus dificultades un proyecto político que haga suya la nueva complejidad y que construya las mediaciones necesarias para una nueva governance del planeta.

Todo análisis o lectura sobre Europa exige ser planteado desde este nuevo escenario, definido en términos de la globalización del planeta y de sus implicaciones. Es fácil observar cómo la mayor parte de los análisis sobre Europa tienen el carácter más bien doméstico, relacionados con las problemáticas y dificultades que acompañan la construcción de la Unión económica, política, social y cultural de una entidad caracterizada por una fuerte complejidad histórica. 

Jacques Le Goff recientemente venía a decir que para los historiadores acostumbrados al estudio de largos períodos, la reciente historia de Europa no dejaba de sorprenderles. Una historia que se había construido a lo largo de cinco siglos sobre la estructura de los Estados-nación intenta superar ese modelo, superar esa historia, para darse una forma jurídico-política nueva y las correspondientes instituciones que garanticen su funcionamiento. 

Pero, anota Le Goff, el problema de Europa no es sólo el de su construcción. Hoy asistimos a una situación claramente paradójica como es la de una Unión con un fuerte poder económico en el conjunto del sistema económico internacional y, sin embargo, un débil poder político.

Mucho se ha hablado de esta situación que algunos han comentado como la ausencia de un verdadero sujeto político, capaz de intervenir en los diferentes contextos internacionales como un sujeto político real, competente y decisivo frente a los grandes problemas estratégicos del mundo. O quizás un sujeto capaz de recuperar para la política la dimensión y sentido que la tradición moderna le había dado, tal como desde Kant a Max Weber nos han propuesto, más allá de los reduccionismos impuestos por el funcionalismo y el pragmatismo operante en todas las instancias de lo social. No es fácil recuperar una nueva función en el teatro del mundo, pero ésta es una de las urgencias innegociables si queremos pensar en un nuevo futuro. 

Era la idea de Paul Valéry en 1922 al anotar que el verdadero proyecto de Europa no podía ser otro que el de repensar el mundo y trazar una nueva geografía espiritual sobre la que el Homo Europaeus debía proyectar su conciencia crítica y su capacidad de construir los nuevos referentes de un mundo ajeno a las catástrofes, tal como la Grande Guerre había supuesto. Nunca como entonces se daba por derrotada la razón, la razón práctica, había escrito Max Weber en sus Diarios de noviembre de 1918, y la gran urgencia era restaurarla, pero - confiesa Weber - no existe el sujeto capaz de tal reconstrucción. Pronto nuevos acontecimientos llamarán a la puerta de la historia europea y harán imposible la reconstrucción de un ideal moral que oriente la experiencia dolorosa de los conflictos.

Esta doble tensión, la de una construcción abierta, capaz de integrar la pluralidad de los Estados europeos en una dinámica favorable, que haga posible un sujeto político fuerte y decisivo en el marco de una governance del mundo; junto a una segunda que le permita aportar a esta gobernabilidad las ideas que garanticen un mundo justo, son las grandes tareas a realizar. Para Richard Falk, un "orden mundial justo" sólo puede ser garantizado por una instancia que regule los objetivos perseguidos por cada uno de los Estados. 

La consecución de este ideal pasa por la expansión de una "democracia transnacional", radicada en la eficacia del derecho internacional, en la garantía de la paz y en la tutela de los derechos humanos. Para David Held el horizonte pasa por una "democracia global" de las relaciones internacionales que permita la construcción de un orden internacional fundado sobre principios constitucionales y jurídicos. El sistema de las Naciones Unidas contiene en sí mismo la posibilidad de desarrollos jurídicos y políticos que avancen en la dirección de una gestión comunitaria de las relaciones internacionales. 

En otra dirección complementaria, Beck entiende que la realización de un nuevo cosmopolitismo debe apoyarse en las condiciones de una progresiva "transnacionalización del mundo". Son las condiciones sociológicas y culturales del mundo actual las que a largo plazo facilitarán una comprensión postnacional de la política, del Estado, de la justicia. Bauman, por su parte, defiende la necesidad de un nuevo universalismo político que garantice la comunicación y la comprensión de todos los hombres, pero que al mismo tiempo se construya sobre la base de una nueva forma de tolerancia y de reconocimiento de las diferencias culturales. 

La universalidad es la conditio sine qua non de una república cosmopolita y la única alternativa posible a las "fuerzas ciegas, primitivas, erráticas, incontroladas, divididas y polarizantes de la globalización". Habermas, finalmente, insistirá en la necesidad de reforzar las instituciones internacionales. 

La propuesta kantiana de un "Estado de derecho" debe ser aceptada como una prioridad política. Para Habermas, la construcción de un orden mundial pacífico (Weltfriedensordnung) pasa a ser el objetivo primero de un cosmopolitismo activo nacido de una nueva cultura política y de la transformación de los sujetos políticos modernos. 

La organización cosmopolita del planeta ya no es una quimera: la ciudadanía nacional y la ciudadanía cosmopolita tienden a fundirse en un continuum social y político que, como anota Zoilo, puede llamarse ya "sociedad mundo".

La defensa de un ideal kantiano, interpretado desde las condiciones del mundo actual se ve acompañado de nuevos desafíos políticos que Europa debe ayudar a construir. Es necesario plantear un nuevo "paradigma político" que haga suya la complejidad del mundo actual y de todos aquellos efectos derivados del proceso de globalización. La construcción de una "sociedad mundo", en términos kantianos, pasa por el reconocimiento de esta complejidad que en ningún caso debe plantearse abstractamente, sino desde sus condiciones reales. Allí se encuentran las raíces de los nuevos conflictos, las tensiones de los nuevos radicalismos, las dificultades para mediar en la solución de los mismos.

Consiste en volver a construir una política capaz de hacer suyos los ideales morales nacidos de la época moderna y volverlos a pensar de forma global, es decir, desde un horizonte cosmopolita. Este proyecto sólo será posible si se articula a una mirada y concepción nuevas del mundo. A una historia global le corresponde una nueva gramática de las civilizaciones, como decía Braudel, de las relaciones internacionales y de los fundamentos políticos que rigen el mundo. Se trata de construir aquellas perspectivas y mediaciones que, acordes a la complejidad actual, hagan posible un nuevo estado del mundo.

Frente a estos retos del mundo contemporáneo Europa tiene que tener una voz propia que, partiendo de la mejor tradición moderna, haga posible un trabajo crítico frente a las condiciones políticas de la época. Contra la "Europe des anciens parapets" que dijera Rimbaud, urge imaginar una Europa como una "frontière impensée" de la democracia.

Y rehusando el confort del mito que explica los supuestos orígenes, es necesario que volvamos a la historia como referencia de una experiencia que se siente profundamente interpelada por las transformaciones del mundo actual. Es en esa historia que siguen vivos aquellos ideales morales que orientaron la historia moderna, dando lugar a un horizonte cosmopolita asociado siempre a la experiencia europea. La legitimidad de tales ideas no es suficiente, es necesario desarrollar las prácticas políticas, sociales, culturales que den lugar a una nueva forma de pensar. 

Necesitamos nuevos conceptos, nuevos mapas que abarquen la complejidad del mundo actual y tracen sobre esa nueva geografía las líneas de su futuro, sus tensiones, y las abran a un horizonte nuevo. Se trata también de construir un nuevo pensamiento crítico que haga suyo un nuevo proyecto utópico. Hay una necesidad de utopía en el pensamiento contemporáneo que Europa debe ayudar a construir a partir de conceptos ya existentes en la tradición moderna, contrastados ahora tanto con los acontecimientos de la historia más próxima, como de la complejidad emergente y que define geopolíticamente el mundo actual.

A la hora de describir las coordenadas geográficas del mundo y después de dar cuenta de sus fronteras del norte, sur y este, los geógrafos de la segunda dinastía Ming decían que China limitaba al oeste con "la gran sombra blanca". Sin ninguna otra identidad, sin nombres que definieran Imperios y otros pueblos, la "gran sombra blanca" ocupaba todo aquel espacio que para la historia china era sólo una distante realidad. 

Pasaron lo siglos, viajeros, mercaderes y otras misiones atravesaron las fronteras que marcaban el territorio de "la gran sombra blanca" y los nombres comenzaron a transformar los fantasmas en realidades varias. Hoy, más que nunca, nos toca a nosotros volver a hacer el viaje de las ideas, de la memoria y de una experiencia histórica que ha marcado la identidad europea en sus más diferenciadas formas. 

Al buscar hoy nuestro lugar en el mundo actual, no podemos hacer otra cosa que volver a aquella actitud básica que Agustín de Hipona expresara en sus Confesiones al decir que lo que caracterizaba nuestro ser, nuestra identidad, no era otra cosa que nuestro preguntar, nos interrogantes… es decir, nosotros somos los que nos hacemos preguntas. Y el día que no las tengamos seremos ya póstumos en vida.

(*) Francisco Jarauta es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia y experto en estética y arte contemporáneo